Figuras de Corcho o Papel
Lengua Indígena: Náhuatl tlatectli . Otomí dahi. Tepehua halachint. Efigies bidimensionales elaboradas, en la sierra Norte de Puebla y regiones adyacentes de Veracruz, con papel amate, papel higiénico de varios colores, folio de aluminio, papel periódico,corcho, manto de cielo, etcétera. Su uso es estrictamente ritual, y sólo el curandero puede confeccionarlas. Tienen el poder de encarnar el espíritu de los entes que representan, pero cabe señalar que en sí son exánimes; deben ser activadas ya sea sahumándolas con copal o rociándoles sangre animal ( sombra, yolo y zaki). Al vivificarlas de esta manera, el chamán tiene el poder de manipularlas y hacer que cumplan sus órdenes. A grandes rasgos, simbolizan las diversas deidades de la cosmovisión local; unas son benéficas, otras son agentes de enfermedad y muerte. Si bien se recortan para diversas ceremonias, algunas de ellas pueden colgarse en las paredes del hogar para proteger a la familia de malestares.
Las terapéuticas nahuas, otomíes y tepehuas privilegian el uso de estas figuras. Aun cuando sus formas y modos de empleo son parecidos en las tres medicinas, existen matices distintos en cada una. Por lo general, representan a cinco conjuntos de númenes: los que acarrean enfermedades; los guardianes, suerte de mensajeros entre los hombres y los dioses más importantes de la teogonía; los señores del monte; los espíritus de las semillas agrícolas; y las "camas", diversos recortes geométricos, cuya función es la de ser pedestal para las demás efigies. ( cama).
En cuanto a las similitudes entre las tres convenciones plásticas, destacan los siguientes preceptos: salvo las camas, las figuras son antropomorfas, y las hay masculinas y femeninas; aquellas que llevan botas realzan cualidades no indígenas, por lo general asociadas a sus poderes nocivos; muchas de ellas portan coronas de diversos tipos, representativas de su origen o dominio, sea éste celeste, del inframundo, acuático o terrestre. Por lo regular sus brazos apuntan hacia arriba, salvo aquellos emblemas que personalizan a la muerte; éstos los tienen caídos.
Las mayores diferencias descansan más en la iconografía que en los asuntos conceptuales. Así, las figuras nahuas y tepehuas miran hacia el frente; atributo compartido parcialmente por las de hechura otomí, pues sus representaciones de entes dañinos están de perfil. Por otro lado, los tepehuas siempre cortan los agentes patógenos de uno en uno, es decir, un recorte exhibe un solo ente. En las prácticas nahuas y otomíes, cada efigie maligna puede presentar varios seres concatenados. Sin embargo, tal encadenamiento pone en evidencia estilos distintivos: las de los otomíes son duplos, parecidos a siameses o imágenes en el espejo; por su parte, las nahuas llegan a formar series de hasta diez figuras unidas.
Puesto que las representaciones maléficas de los otomíes miran de perfil, las de género masculino pueden mostrar barba, rasgo ausente en la plástica nahua y tepehua. Igual que lo mencionado anteriormente para las botas, la barba expresa la extranjería de dichos seres y, en consecuencia, sus cualidades peligrosas. Otro indicio de su maldad, y a la vez una idiosincracia étnica, es el blander espadas o machetes. Además, para reforzar sus atributos inhumanos y bestiales, la mayoría de los agentes enfermantes presentan colas: entre ellos, el "presidente del infierno", el "señor diablo", el "señor judío", el "señor de la noche", el "señor relámpago", el "señor trueno", Moctezuma, la "sirena mala", el "señor nagual", "trompa de toro", "trompa de caballo" y el "señor de los rayos". También es atributo exclusivamente otomí el recortar las deidades unidas a su rogi, especie de alter ego zoológico (V. tona y nagual).
Los dioses benéficos de esta etnia miran de frente, están descalzos y portan coronas semejantes a ramas y follaje, evocativas de la espesa vegetación que circunda a los poblados. Su mejor exponente es el señor del monte, y entre sus huestes figuran los espíritus guardianes, que asemejan diversas clases de aves, pues mediante el vuelo, sirven de intermediarios entre los humanos y el dios. Tanto éste como sus mensajeros exhiben apéndices semejantes a pequeñas figuras humanas, símbolos de los enfermos que dichas divinidades protegen y curan. Incluso, los otomíes piensan que los espíritus guardianes son capaces de llevar el alma del enfermo ante la deidad; si durante el ritual curativo, el paciente vomita, esto significa que su ánima ha sido llevada a comparecer frente al señor del monte, y el terapeuta lo considera una buena señal.
Si bien un tanto alejadas de las concepciones médicas otomíes, sus efigies representativas de semillas tienen la característica de estar descalzas, y con la cara al frente. A su costado, o bien sobre su cabeza, brotan formas semejantes a los cultivos que encarnan. Cabe mencionar que los otomíes deifican mayor número de simientes que sus vecinos nahuas y tepehuas.
Las "camas" otomíes, aparte de su uso decorativo, también gozan de reputación benéfica: sirven para prevenir enfermedades y discordias entre los integrantes de la unidad doméstica. Entre ellas, destaca una llamada "niño del monte" o "servilleta del monte", pliego rectangular con diversas figuras humanas, dispuestas a manera de roseta, que simbolizan a gente buena. También pueden mostrar pequeñas aves, evocativas de los guardianes antes mencionados. No obstante, existen diseños menos elaborados llamados camas de ataque, cuya función es de pedestal o soporte de las figuras malignas descritas arriba. Otros recortes otomíes incluyen al enfermo, o, para ser precisos, a su espíritu, al Sol y a la mariguana llamada santa Rosa.
Las efigies nahuas que ocasionan padecimientos llegan a presentar contornos puntiagudos en señal del dolor que le causan al paciente cuando se posesionan de su cuerpo. Evocan diversas clases de aires patógenos, a saber: "aire de agua", "aire sucio", "aire sucio del inframundo", "aire de tierra", "aire mujer de agua", "aire tropa del inframundo", "aire de sol", "aire tlecate", "aire tlachichi", "aire sucio del agua", "aire axicutla" y "aire floreado". Otros espectros nocivos representados en papel son: Tlacatecólotl ("hombre buho"), Tlahuelilo ("el iracundo"), Diablo y Miquilistli ("la muerte"). Sus colores simbolizan el estrato cósmico del cual provienen: rojo o amarillo aluden al cielo, negro al país de los muertos, verde o azul al reino del agua, y blanco a la tierra. Algunos terapeutas les hacen una incisión en el centro del cuerpo con la forma de V; ésta representa al corazón, y es una peculiaridad del estilo nahua, pues no aparece en las representaciones otomíes. Las efigies nahuas siempre miran al frente, con los brazos en alto, salvo algunas imágenes de Miquilistli, que los tienen hacia abajo. Presentan cabezas triangulares o elipsoides, y —según los gustos del artista-curandero— portan sombreros o coronas de espinas y cuernos; esto último para reforzar su aspecto ladino o su naturaleza ferina. Asimismo, todas calzan botas o zapatos, realzando su filiación europea, o por lo menos no indígena. Si bien el calzado sugiere un parentesco mestizo —y por ende sus atributos enfermantes—, en el caso de aquellas figuras con la función de mensajeros, más bien simboliza los desplazamientos que deben ejecutar al llevar recados entre los hombres y las moradas divinas.
A diferencia de sus homólogos otomíes, los guardianes nahuas —que reciben además el nombre de testigos— tienen forma humana. La hechura de sus cabezas es muy parecida a la de los aires; y también ostentan una mitra. Sin embargo, sus cuerpos son más cuadrados que rectangulares, pues según la tradición, dichos espíritus visten un jorongo. Entre ellos destacan el "testigo mayor", el "testigo del monte", el "guardián de la tierra" y el "testigo guardián". El curandero los invoca en diversas ceremonias terapéuticas, pues, aparte de sus funciones como intermediarios, protegen a los asistentes de corrientes nocivas. Sitlalij ("estrella"), Tlixihuantsij ("espíritu del fuego") y Apanchanej ("moradora del agua") son otras representaciones divinas encargadas de resguardar al paciente y su familia de los entes malignos.
En cuanto a los espíritus de semillas, destacan el maíz —con múltiples diseños, cada uno representativo de una variedad específica—, el chile y el coyol. El rasgo distintivo de estas efigies es que a veces presentan órganos genitales. Pueden exhibir coronas, por lo regular de tres picos, aunque también llevan tocados con la forma de peine o rastrillo, con dientes apuntando hacia arriba. Resulta interesante, y quizá contradictorio, el hecho de que algunas calzan botas, pues en lo concerniente a los aires éstas simbolizan lo nefasto, propiedad ajena a los recortes de semillas. Intrigado por tal disparidad, Sandstrom le pidió a sus informantes una explicación: ellos contestaron que así era la costumbre.
A diferencia de las otomíes, las camas nahuas por lo común presentan delineaciones geométricas, sin representaciones antropomorfas. Su cometido es servir de plataforma a las demás figuras de papel.
Por su parte, las representaciones tepehuas siempre miran de frente, y tienen cuerpo rectangular y cabeza lanceolada, triangular o redonda. Se catalogan en tres clases fundamentales y una miscelánea, a saber: los espíritus patógenos, los guardianes de la naturaleza, las semillas y diversas ánimas encarnadas por velas, hombres, curanderos, santa Rosa, enamorados y númenes de la casa. Los portadores de enfermedades no se cortan unidos, como sucede entre los nahuas y otomíes, aunque siempre se confeccionan dos imágenes de cada ente, evocativas de sus aspectos femeninos y masculinos. La mayoría presenta penachos parecidos a la Luna en fase creciente o llena, pues según las concepciones locales, el satélite es un espectro nefasto. Otros tocados asemejan un peine con dientes hacia arriba simbolizando la tierra, o bien, sombreros de tres picos, convención plástica para representar al viento. El elenco infernal está constituido por Lakatikurulh, Tlakakikuru y "campo santo". Todos reciben el apelativo castellano de mal aire, y salvo el último, también se les llama diablos. En cuanto a los primeros dos, Sandstrom sugiere que sus nombres son deformaciones tepehuas del Tlacatecólotl nahua.
Los custodios de la naturaleza, si bien velan por el bienestar de la humanidad, no son del todo benignos, pues enferman a pecadores y disidentes del orden social. Pero cabe señalar que su manera de dañar es opuesta a la de los aires: sustraen el alma de sus víctimas, mientras que los segundos se posesionan del sujeto introduciéndose en su cuerpo. Wilhcháan ("Sol"), Xapainín, Xalapanalakat'un ("dueño de la tierra", también llamado Moctezuma), Xalapánaak Xkán ("señor del agua"), Istakuní ("estrella"), "fuego", "cruz" y "cruz-tierra" son los divinos guardianes del mundo. Sus coronas parecen custodias adornadas con rayos, cruces, peines con dientes hacia arriba, gotas de agua y estrellas de David. Además, todos tienen los brazos hacia arriba, y algunas representaciones de Moctezuma calzan botas, alusión a su extranjería y aspecto funesto. Sus cuerpos son rectangulares con diversas incisiones que simbolizan costillas, corazones o vestimenta.
Entre las ánimas de cultivos, destacan múltiples emblemas del maíz. Este vegetal personificado es un tanto peculiar; a pesar de ser el sustento principal del hombre, es capaz de robarle el alma a quienes no lo atienden bien, comportamiento ausente en las teogonías nahuas y otomíes.
Dada la naturaleza animista del universo tepehua, no es extraño encontrar imágenes espirituales de casas, velas y demás objetos extáticos, que también figuran en los rituales curativos, recortadas a guisa de seres humanos. A las casas se les hacen ofrendas al terminar su construcción; de lo contrario, enfurecen y castigan enfermando a los moradores. Incluso, los curanderos enfrentados a trances morbosos que no responden a la terapia, sospechan el enojo de algún numen casero y proceden a recortar su efigie y hacerle ofrendas. Los dioses también tienen su morada, y ésta igualmente tiene vida propia y nombre: el "cerro dorado". Representada en papel como ente antropomorfo, dicha montaña protagoniza las ceremonias colectivas efectuadas en el templo, y ostenta un tocado en forma de pirámide con elementos arquitectónicos de talud y tablero. Quizá sin saberlo, su creador artístico participa de una vieja creencia prehispánica: la pirámide es el cerro sagrado donde viven las deidades.
Un rasgo distintivo del arte religioso tepehua es su desdén por las llamadas camas o pliegos rectangulares de los otomíes y nahuas. En efecto, Sandstrom menciona un recorte con tal hechura, pero con funciones bien distintas a aquéllas de las otras dos etnias. Se trata del "muñeco para enamorarse", una servilleta con muchas incisiones romboidales y con pequeñas figuras humanas de ambos sexos formando dos círculos en el centro. Como su nombre lo indica, el usuario lo fabrica para seducir a quien desea.
Conviene reseñar ciertos aspectos concernientes al modo de emplear los muñecos —sobretodo los causantes de enfermedad— durante las terapias ejecutadas por las tres etnias. El curandero los dispone en el suelo, al centro de la vivienda. Los llama por su nombre y los invita a participar del ritual. Toma un incensario y los envuelve en humo aromático. Después los embadurna de licor, tabaco y fragmentos de comida. Recoge los muñecos y los junta en un fardo, con el cual frota el cuerpo del paciente. Así, quedan impregnados del mal y, por consiguiente, deben ser alejados lo más posible de la comunidad. El terapeuta los lleva a una barranca u otro paraje considerado vía de acceso al inframundo, para que regresen a su lugar de procedencia ( hokwi, ochpantli y tleuchpantle).
La medicina popular no es un cuerpo homogéneo de creencias y prácticas; está formada por diversas tradiciones locales. Tal vez uno de los regionalismos más destacados es el del norte poblano y veracruzano, pues sólo ahí se hace tan gran uso de figuras de papel. Cada ritual, sea costumbre o una limpia, requiere de su presencia; a veces sólo unas cuantas, y en ocasiones varios miles. Antes de la Conquista, su elaboración con fines religiosos y terapéuticos abarcaba una región geográfica mayor que la actual. Al respecto, Scheffler dice lo siguiente:
En la época prehispánica el papel tuvo un uso ritual importante. Los toltecas lo utilizaron desde tiempos antiguos, y entre los nahuas se acostumbraba hacer con él imágenes a semejanza de sus dioses, así como teñirlo de diferentes colores para ser ofrendado a ellos, y se calcula que en distintas fiestas que realizaban durante el año se usaba gran cantidad de papel. En Tenochtitlan había un templo en donde las personas quemaban papeles, los cuales representaban los votos que hacían a sus deidades (3:44).
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